Que la tierra le sea leve a Stela Stevens, la Hildy que sintetizó la nostalgia del western crepuscular
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Muertas con cuarenta y ocho horas de diferencia, la noticia del deceso de Stella Stevens llegó solapada a la del de Raquel Welch. Esta segunda murió primero y aún escribía sobre ella cuando supe que la Hildy de La balada de Cable Hogue (Sam Peckinpah, 1970) también había expirado.
Hildy, ese es el personaje por el que recuerdo a Stella Stevens. “Las buenas personas me han echado”, comenta apenada a Cable (Jason Robards), cuando se presenta en Cable Springs. “Fuentes Cable”, se llamó en el primer doblaje español a esa suerte de parada de postas en el desierto que regenta Cable, allí donde sus compinches le dejaron abandonado, hundido y humillado. “La única persona buena que hubo allí fuiste tú”, afirma Hogue al recibir a Hildy en su establecimiento. Y la antigua prostituta que fue Hildy, repudiada por la gente decente del pueblo, y el antiguo forajido, injuriado y abandonado por los que cabalgaron junto a él, comienzan a vivir su historia de amor en Fuentes Cable o Cable Springs -como el lector prefiera-. Un romance que, como tantos, parece nacido con el tiempo limitado y no va a ser así.
Si no rendí en su momento, hace quince días, el debido tributo a Stella Stevens fue por los textos, que estaban pendientes entonces, por los artículos que no podían esperar. Pero acusé su muerte como algo muy cercano. Ni más ni menos que la Hildy de La balada de Cable Hogue.
No fue esa, en modo alguno, la cinta en que descubrí a Stella. Mi descubrimiento de la ya finada fue en El profesor chiflado (1963), la singular adaptación de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), la célebre novela de Robert Louis Stevenson, con la que Jerry Lewis hizo su obra maestra.
Lo que tiene Hildy que no tienen las otras creaciones de la difunta es toda esa nostalgia del western crepuscular, que en gran medida sintetiza el personaje. Y otra cosa, pero esto es algo subjetivo -como todo lo que escribo por otro lado, dejo la objetividad para quien le interese-: ese crepúsculo de la exhibición cinematográfica a la antigua usanza que fueron para mí las películas que vi a finales de los años 70. Justo antes de hacerme cinéfilo, cuando sólo era un espectador aplicado que asistía encandilado a las salas de sesión continua y programa doble desde las cuatro o las cinco de la tarde, aguardaban al espectador. En ellas vi por vez primera cintas como Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971), La huida (San Peckinpah, 1972) o ese neo western, Junior Bonner (Sam Peckinpah, también del 82), que nunca he podido referir por su título español: El rey del rodeo.
Hay un par de elipsis, en sendos westerns crepusculares de los 70, que me emocionan sobremanera. Una es la que sigue a la muerte de Roy Bean (Paul Newman) en El juez de la horca (John Huston, 1972), luego de que “la única ley al oeste del Pecos” entre a caballo, vitoreando a Texas y a la señorita Lillie Langtry (Ava Gardner), en el salón en llamas de Vinegaroon donde él y sus alguaciles impartían su ley. En unas cuantas sobreimpresiones, esa gran ciudad que acabó siendo Vinegaroon se ve reducida a poco más que esa parada del ferrocarril y el pequeño museo que recuerda a Bean, donde Tector (Ned Beaty) cuenta a la señorita Lillie Langtry la historia del juez y la admiración que siempre la profesó.
La otra elipsis que me subyuga es anterior; en efecto, es la de La balada de Cable Hogue. Decía antes que Stella/Hildy sintetiza el ocaso del western y que su amor por Cable tiene vocación de eterno porque, al volver a Fuentes Cable -me gusta más llamarlo así- a buscarle para llevárselo, siendo ya toda una señora del Este, que viaja en coche con chofer y todo, es ese automóvil precisamente el que provoca la muerte accidental de Cable. Tras su entierro, ya en la concatenación de planos que suceden -también sobreimpresionados, creo recordar, pues la sobreimpresión era el procedimiento más frecuente para la elipsis en esas películas de los años 70 de tan dulce recuerdo- se nos lleva al abandono de Cable Springs, que acaba siendo unas ruinas en las que olisquea un perro.
Ya cinéfilo, le he dado muchas vueltas -tantas como veces la he visto-, a La balada de Cable Hogue. Bajo esa apariencia de parodia, se me hace mucho más nostálgico que Duelo en la alta sierra (1962). Y creo que esa decadencia de Fuentes Cable, en mi fuero interno, más allá del crepúsculo del western -del que Peckinpah fue el gran maestro- también sintetiza la de aquellos programas dobles en sesión continua de los que guardo tan buen recuerdo.
Admiré a Stella Stevens en otro western -Una ciudad llamada Bastarda (Robert Parrish, 1971)-, éste, además, rodado en mi amado Madrid, en Daganzo más concretamente. Pero mi personaje, de los muchos recreados por Stella Stevens, es Hildy. Después, y por este orden, la Robin Gantner de Girls, Girls, Girls (Norman Taurog, 1962) y la Gail Hendricks de Los silenciadores (Phil Karlson, 1976), una de aquellas simpáticas aventuras de Matt Helm.
Que la tierra le sea leve a Stella Stevens, aquella Hildy que sintetizó toda la nostalgia del Western crepuscular.
Publicado el 2 de marzo de 2023 a las 15:00.